sábado, 9 de octubre de 2010

BRONCHALES


El día 3 participé en una andada por la sierra de Bronchales. Además de lo agradable del día, realmente estupendo, y la belleza de los paisajes, quiero dejar memoria de la emoción que supuso para mí volver a este lugar. Tenía yo 7 años cuando llegué por primera vez a este pueblecito que pronto se convertiría en un paraíso para mí. Nos habían recomendado que pasara en él una temporada para mejorar mi asma, y efectivamente, mis padres decidieron que pasaría aquí los dos meses del verano.


El autobús se deslizaba cómodamente por la autovía mudéjar, por fin terminada, y mi memoria volvía recordar, con una precisión e intensidad impactantes, aquel primer viaje por las que entonces eran carreterillas mal asfaltadas. Mi padre tuvo que preguntar varias veces la dirección, que nos indicaron mal, y mi madre (¡una verdadera pionera¡) no hacía sino proponer que nos volviéramos, visto que el paisaje se iba convirtiendo en puro pedregal y pastizal. Volvió con fuerza el sabor del queso de cabra, probado por primera vez en casa de la Señora Fructuosa, donde terminaríamos alojándonos los siguientes cuatro veranos.





El autobús paró en la Ermita de San Roque, muy restaurada pero donde aún pervivía el banco de piedra donde los chavales parábamos en nuestos continuos juegos. Muy remozado también el pueblo, ahora centro vacacional de cierta importancia. Entonces sólo algunos privilegiados podíamos “veranear”, aunque desde luego sin las comodidades o gasto que hoy consideraríamos imprescindibles. Mi padre nos traía con el coche pero debía volver a Zaragoza, a trabajar, y mi madre y yo nos quedábamos en Bronchales. Por las mañanas solíamos ir a los pinitos (de repoblación, ahora lo sé) cercanos al pueblo. Estaban construyendo los primeros “chalets” y el material de construcción era una fantástica fuente de inspiración para todo tipo de aventuras y juegos. Con un poco de suerte, los pastores que traían rebaños de cabras permitían que la chavalería les diésemos sal en la mano. Las cabras tenían una lengua rasposa y un temperamento arisco y asustadizo.



A veces llegábamos algo más lejos caminando por la carretera arriba, pero para los grandes desplazamientos había que esperar a que mi padre viniera con el coche. El viernes que llegaba –como muchos otros padres y maridos de los veraneantes – todos iniciábamos una “romería” saliendo del pueblo hacia la alameda (hoy desaparecida) de entrada al pueblo, hasta que uno a uno iban llegando los coches, que se anunciaban con estrépito de claxon y gritos de alegría de la familia. Cuando el calor apretaba, entreteníamos la espera pegando nuestras sandalias sobre charcos de alfalto semiderretido. Cantaban las cigarras y el aire olía a la mies recién cosechada.

El recorrido por los montes no pude reconocerlo, sólo en pocas ocasiones hicimos verdaderas andadas, siempre acompañados por nuestros amigos el matrimonio Marquina, una gente estupenda que cantaba canciones para marcar el paso y estaba siempre de buen humor. Íbamos a coger rebollones en el Pilar o fresas en primavera. El pinar tenía el aroma de la resina y las jaras, planta que ahora fui capaz de reconocer.



Me emocionó volver a andar por estos lugares. Fui muy feliz aquí y muy infeliz cuando ya no pude volver. Esta parte andariega y algo cabra que vengo recuperando desde hace unos años parte de este lugar. Aquí comenzó todo, en veredas aún poco lejanas y pequeñas “escaladas” por las rocas que rodean al pueblo.



De regreso a Bronchales, pude apreciar los cambios que se habían producido. Derribado el pilón donde bebían las caballerías y el rebaño, plagado de renacuajos y “pan de rana”, las sencillas casas han sido en su mayoría remozadas siguiendo un gusto “neo-rural” muy bonito y muy poco auténtico. La casa de la Señora Fructuosa, es hoy un hostal en traspaso. Enfrente aún está la “Casa del Cura”, que vimos construir y que nos quitó un espacio de juegos. Al pasar por la plaza me volvieron a la memoria los helados de corte (de tres gustos, aunque a mi me gustaba sobre todo el chocolate) que comprábamos los días de fiesta. No encontré el bar de la plaza desde el que el único televisor que había en el pueblo retransmitió una madrugada de julio la llegada del hombre a la Luna.


Antigua casa de Sra. Fructuosa


La tienda donde se podía comprar de todo


El matadero

El mundo era muy, muy pequeño. La calle en cuesta donde jugábamos, la plazoleta donde estaba la Tienda de “las Lucas” (todavía existe una¡) y adonde iban parar las pelotas que se nos escapaban. El Matadero sigue en su sitio, allí sacrificaban a los cerdos y ovejas que luego nos comíamos. Las ovejas iban como dice el dicho, todas pánfilas y tontorronas. Los cerdos no. No sé que se olerían pero aunque la calle era cuesta abajo, costaba grandes esfuerzos arrastrar al animal, que chillaba como un poseso. Los chicos nos quedábamos a ver cómo mataban al cerdo. No por crueldad sino por curiosidad, y falta de otros entretenimientos. Al cerdo lo colocaban panza arriba sobre un banco en tijera y le abrían el cuello. La sangre salía a chorros y la carnicera la recogía en un barreño enorme, mientras la revolvía con los brazos –muy blancos – arremangados para evitar que se coagulara. A poco el cerdo dejaba de moverse. Yo tenía enorme respeto por estos animales que se rebelaban ante un destino inevitable.


En una peluquería me informaron sobre la casa en la que veraneaba. Al lado se construyó otra, sobre parte del corral en el que jugaba y daba de comer a las gallinas. Me dijeron que allí vivía Sagrario, nieta de Fructuosa. No me atreví a llamar a la puerta (¿para decir qué?). Al salir del pueblo, bajo la nueva carretera, aún se veían tramos de la antigua, más estrecha, más tortuosa. Esa por la que me fui a los diez años y que no volví a recorrer.

2 comentarios:

  1. ¡Que bien guardas en tu memoria tus recuerdos de Bronchales! Haciendo un rápido cálculo de años puedo asegurar sin miedo a equivocarme que han pasado de 40 a 45.
    Ahora se poniendo de moda el turismo rural, ¿turismo rural? … creo que habría que cambiarle el nombre porque las casas rurales de ahora no tienen nada que ver con el turismo que hacían los “veraneantes” de Bronchales en aquellos años, y muchos años antes. Los veraneantes se alojaban en la misma casa que habitaban los labradores, ganaderos y demás habitantes de Bronchales, compartiendo el día a día de sus anfitriones y empapándose de su cultura popular.
    Un cordial saludo
    Jesús
    http://sorianoj.es

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  2. Pues sí, Jesús. Guardo un recuerdo estupendo de Bronchales. En Zaragoza,done vivía, era imposible salir a jugar con la libertad qe tenía en el pueblo, y para mi era una continua fuente de experiencias. Efectivamente nos alojábamos en la casa de esta señora, que nos alquilaba sus habitaciones y donde cocinábamos y comiámos, era una señora majísima,yo ya la veía muy vieja (vestida de negro,con su moñico) pero tenía una rasmia inagotable,y era una persona optimista y simpática. Lamenté no poder hacer una foto de su casa. Es cierto que ese turismo nada tiene que ver con aquél, por supuesto no he contado todas las impresiones (esa es la palabra: se me imprimieron en el ánimo y la memoria)de aquellos veranos, tan "auténticos" que diríamos ahora. Cuando esa "cultura popular" ni siquiera tenía nombre...

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