Pasando a mi interés: estoy preparando el arte islámico para clase de 2º de Bachillerato, y leyendo el preciso y apasionado texto del libro de la editorial ECIR (entre cuyos autores está mi antiguo compañero Ignacio Martínez Buenaga apuesto a que es suyo ESE texto) he recordado una excursión que hicimos hace décadas a ver arte mudéjar con nuestro profesor Gonzalo Borras. Creo que fue ante la iglesia de Tobed cuando, más que a explicar, se puso a meditar o poetizar acerca de la función especular de la decoración islámica, de la desmaterialización del muro, y por supuesto, del paroxismo decorativo.
Era la caída de la tarde, una luz entre rosada y oro convertía los ladrillos de la iglesia en piezas de rica fábrica. Brillaban los azulejos como joyas dispuestas en complicada aunque precisa tracería.
Y en medio de las casitas humildes y el paisaje siempre austero de nuestra tierra, la iglesia comenzó a disolverse al conjuro de la voz de nuestro profesor. Espejearon las baldosas, los muros se volvieron ingrávidos y flotaron por un momento como en un ensueño.
Todos nos quedamos un tanto sobrecogidos por semejante arranque emocional. Y como éramos muy jóvenes y bastante pazguatos, no se nos ocurrió mejor manera de resolver la tensión que empezar a aplaudir. Eso, o romper a llorar.
Y no hubo más, ni menos. Y aunque también nos los leímos, no fueron los sesudos ensayos sobre arte los que nos permitieron alcanzar a comprender, a sentir, el arte mudéjar, sino esta experiencia difícil de plasmar en palabras. Muchas veces, el arte tiene esa cualidad de "visión", de revelación instantánea.
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